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Vacaciones en Archidona

  • Cómo empezó todo

A veces, uno no sabe por donde coger el toro, si por los cuernos, por el rabo… si subirse a él… Nunca nos planteamos las situaciones que puedes vivir, hasta que no te llegan en la vida. Cuando quieres acordar, estás embarazada, de cinco meses nada menos, y cada día, la barrigota te es más pesada, la ropa te queda más pequeña, y te queda menos tiempo para ir preparando las cosas. Falta un mes para cumplir los veinte, y aunque la meta de ser madre antes de esta edad se puede decir que se ha alcanzado, hay muchas otras, que años atrás se propusieron, y que se esfumaron como el humo.
A veces, me siento en el patio de casa, o en la puerta, a la fresca, con la labor entre manos, y alguna vecina o pariente como compañía. Pero otras, a solas, mi mente se evade sin ni siquiera darme cuenta, y se sumerge en recuerdos de infancia, de casas viejas, conventos en ruinas, expediciones secretas… A veces, cuando acuerdo volver en sí, he repasado todos esos años uno por uno, de la mano de mi compañero de juegos, mi hermano mayor, y entonces, me entristezco. Porque ya no es como antes, ya ni nos hablamos. El daño que puede hacer el dinero en las familias, oye.
Mi familia, honrada, trabajadora, con posibles, si, pero a fuerza de trabajo duro. Mi abuelo, que en paz descanse, se ganó todo lo que tuvo con el sudor de su frente. Trabajó de sol a sol, no supo lo que era una fiesta, ni nada que no fuese el campo, sus olivos y sus bichos. Gracias a él, mi padre pudo continuar un legado que hasta poco más de hace unos meses perduraba.
La vida se hacía en el cortijo, pues estaba un poco lejos del pueblo, y en aquellos tiempos, se te podía ir el día en ir y venir. Me encantaba aquello, todo tan tranquilo, tan blanco, tan fresco. Mi madre en la cocina. Esa cocina… con dos senos tallados en la piedra de la encimera a modo de fregadero, frente a la ventana, desde la cual se veía todo el horizonte. Justo al lado, el hogar, la gran chimenea que calentaba en invierno, sus estrebes de diversos tamaños colgadas del humero, la repisa llena de utensilios, que brillaban a la luz del día como si estuviesen hechos de mismísimo oro. Al fondo, la despensa, con esas cantareras, donde estaban postrados los cántaros que paseábamos lo menos tres veces en semana hasta el pozo de la finca, para poder abastecernos de agua. Era aquí donde empezaban nuestras corridas. Lo recuerdo como si hubiese sido esta mañana.
Tras el cortijo, pasando la higuera y bajando por el camino, si volvías la cabeza a mano izquierda, te encontrabas con el pozo, pero si seguías recto… te dabas de frente con un repecho que era el comienzo de nuestra aventura. ¿El cántaro? Bien posicionado bajo el nogal que había junto al pozo, aguardaba nuestra vuelta, mientras, mi madre esperaba horas y horas ese agua que a veces necesitaba, pero que siempre nos perdonaba los retrasos porque sabía que no hacíamos nada malo, y que siempre, tarde o temprano regresábamos para cumplir nuestra tarea.
Una tarde de verano, siguiendo nuestra rutina aventurera, subimos la colina, perdiendo así de vista el cortijo, y no pudiendo dejar rastro de nuestra ruta. Mi hermano, mayor que yo cinco años, había descubierto un sitio nuevo, y quería explorarlo. La cueva que se vislumbraba al fondo parecía ser nuestro destino. Le pregunté, pero no obtuve respuesta. Seguíamos andando, y pasamos cerca de una casilla, donde un cabrero solía guardar cabras. Paramos a beber agua. Y proseguimos la caminata después de haber descansado unos minutos.
Al cabo de un rato, la cueva parecía quedarse a un lado de nuestro objetivo, bordeamos la sierra donde estaba. Mientras, mi hermano me decía: “no te preocupes, ya estamos cerca“. Pero nunca llegábamos. Hasta que ya, cuando casi no podía más, él paró la marcha, y sonriente, se volvió hacia mí y me dijo: “Ya hemos llegado. Mira, date la vuelta, y verás donde estamos”. Lo hice, y me quedé boquiabierta al observar que se veía hasta donde la tierra se juntaba con el cielo. Bajo nuestros pies, estaba la famosa cueva, que yo pensé en un momento que íbamos a explorar. Y al frente, ese perfil tan identificativo de nuestra tierra.
Allí permanecimos, sentados, y en silencio, disfrutando de aquella vista, de aquel regalo para los ojos de cualquiera, hasta que empezó a atardecer… no hay atardeceres más bonitos que los de esta zona, pero muy a nuestro pesar, debíamos irnos, sino queríamos que nos cayese una buena reprimenda.
Anochecía ya, cuando llegábamos a casa. Ya solamente quedaba lavarse un poco, cenar e irse a la cama. Aunque todavía ese día no terminaría, como nosotros esperábamos. Algo nos aguardaba en casa, a nuestra llegada.

 

 

 

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