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Listado de libros > Vacaciones en Archidona | Índice de este libro | Instrucciones | Redactar Vacaciones en Archidona
Poco antes de llegar al cortijo, pese a la oscuridad que se cernía sobre nosotros, ya apreciábamos el trasiego de nuestro padres. Mi hermano, Fernando, al que habían bautizado con el nombre de nuestro progenitor, me dijo:
“Ana-Amalia, algo sucede en casa. Padre tiene preparado el carro y las bestias. Parece que sale de viaje”. Justo en el momento que llegábamos a la entrada, nuestra madre salía con algunos bártulos preparados. En aquél preciso instante lo primero que hizo nuestra madre, Catalina, fue darnos una severa reprimenda, pues habíamos pasado toda la tarde fuera cuando tan sólo habíamos salido a llenar un cántaro de agua. Tras ello, aquella lozana mujer que nos había dado la vida, nos explicó la situación. Al parecer, a eso de las cinco de la tarde, apareció en nuestra finca el tío Alfonso, hermano menor de nuestro padre, quien anunció la muerte de nuestra muy querida abuela paterna, a la que yo debía el tradicional nombre familiar. Fue entonces cuando el húmedo cántaro de barro resbaló de mis manos para estrellarse en aquél suelo empedrado con cantos rodados de río que formaban una artística figura. Tras aquello mi madre soltó una serie de improperios mientras que yo comenzaba a llorar y Fernando permanecía impertérrito ante la noticia. Al oír el alboroto mi padre, acompañado por el tío Alfonso, salió de casa con un candil en su mano derecha. Ya siendo noche cerrada salimos del antiguo cortijo que había sido propiedad de nuestros abuelos para encaminarnos a la casa que nuestra familia tenía en el pueblo y en la cual se velaría el cuerpo de nuestra difunta abuela. El camino era largo, pues nos separaban unos 10 kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la localidad. Por suerte para nosotros y pese al calor del estío era de noche y la temperatura había bajado un poco. No era difícil ver en aquella veraniega noche, pues también, por suerte, había luna llena, lo que nos permitía ver el camino por el que transitábamos. Cuando nos acercábamos a nuestro destino, podíamos apreciar en la oscuridad de la noche la silueta de la antigua fortaleza que defendía el municipio. De madrugada, cuando ya llegamos al pueblo, Castilleja del Conde, nos encontramos con algunos labradores que salían muy temprano a trabajar para así evitar, en parte, el calor veraniego, tan molesto en las tareas del campo. Aquellas personas se detuvieron algún tiempo para dar el pésame a nuestros padres y tío. Al entrar en el pueblo, nos dirigimos rápidamente a la casa familiar. En el silencio de la noche el sonido de los cascos de la montura de nuestro tío, al igual que el de las dos mulas que tiraban del carro de nuestro padre, al chocar con los adoquines de las calles empedradas, daban la impresión de estar en un pueblo abandonado, ya que no había nadie en las calles. De pronto, un espacio abierto se abrió ante nosotros. Era la Placeta del Rosario, llamada así por encontrase a espaldas de la iglesia parroquial y de la plaza mayor. En esa placeta estaba la casa de nuestros abuelos. Era una casa grande, situada en una esquina, lo que le permitía tener una entrada independiente para las cuadras. La casa tenía, además, una amplia entrada enmarcada por dos grandes ventanas que sobresalían a la calle. Poseía tres plantas y destacaba de las otras viviendas no sólo por sus dimensiones sino también por la blancura de sus muros, que habían sido encalados hacía pocos días. A simple vista aquella no era la casa de una familia modesta y normal; pero como ya dije al principio, era una familia honrada y trabajadora,aunque con posibles, gracias al esfuerzo en el trabajo día a día. Al llegar justo a la puerta ya nos esperaba tía Micaela, quien había salido a recibirnos al escuchar el sonido del carro y caballo. Tía Micaela era la hermana mayor de nuestro padre y de tío Alfonso, había quedado viuda hacía unos años, cuando yo todavía era una recién nacida. No tenía hijos. Desde entonces se ocupaba ella sola de las "tierrecillas", como ella las llamaba, que le había legado su difunto esposo; y además, se ocupó de nuestro abuelo durante su enfermedad. Después pasó a vivir en casa de la abuela haciéndose compañía la una a la otra. Fernando y yo éramos sus únicos sobrinos, ya que el tío Alfonso, pese a estar casado, no tenía hijos, por lo que siempre nos lo consentía todo. Mi madre, hermano y yo franqueamos la entrada principal, mientras mi padre y el tío lo hacían por la otra puerta para llevar los animales a las cuadras. Al entrar en la casa, pude apreciar que nada había cambiado con respecto a dos semanas antes, que era la última vez en que había estado allí. No obstante, se respiraba un aire extraño... la esencia de la abuela Ana-Amalia no estaba tan presente. Nos condujeron a la planta superior, donde se hallaba el dormitorio matrimonial de los abuelos. Sobre la cama reposaba el cuerpo inerte de la difunta. La abuela, completamente vestida de negro, parecía estar dormida. Entre sus manos sostenía un hermoso rosario con cuentas de ámbar y una esplendida cruz de plata. A menudo mi abuela me contaba que aquél rosario había pertenecido a una ilustre antepasada suya y que a su muerte pasaría a manos de tía Micaela y luego a las mías. Junto al lecho mortuorio había velas que lo iluminaban todo. Allí estaban también mis abuelos maternos y algunos tíos de mi padre, junto a ellos vimos a Esperanza, la mujer del tío Alfonso. Hoy, 15 años después, aún conservo guardada en la memoria la imagen de aquella habitación en la madrugada del 29 al 30 de julio de 1875. Tras aquello, a los niños nos mandaron a las habitaciones donde solíamos dormir cuando estábamos en aquella casa. En aquellas habitaciones habían nacido al menos tres generaciones de nuestra familia, incluidos Fernando y yo. Junto a mi habitación había una escalera que comunicaba con la tercera y última planta, un lugar en el que había guardadas gran cantidad de cosas y en el que también se encontraban los trojes donde depositar el grano que ahora guardaban nuestro padre y tío. Yo pronto quedé dormida, pero parecía que no había hecho más que cerrar los ojos cuando sonaron las campanas de la parroquia anunciando que se acercaba la hora de la misa de ocho. Así pues, me levante y descubrí que mi hermano ya se había levantado y que me esperaba en la cocina para compartir un suculento desayuno que nos había preparado tía Micaela. A eso de las nueve de la mañana escuchamos un ruido, nos acercamos hasta la puerta para ver que sucedía y vimos como Antonio, el carpintero, acompañado de algunos de sus ayudantes, traían el féretro que albergaría el cuerpo de mi difunta abuela. Justo cuando el carpintero se marchaba llegó don Alonso Moreno de Sotomayor, el párroco del pueblo. Era don Alonso un hombre longevo, mucho mayor que mi abuela, muy alto y con poco pelo. La gente decía de él que podía haber llegado a ocupar algún puesto importante dentro la Iglesia; no sólo por sus actitudes espirituales, sino también por el poder de su familia. No hay que olvidar que su familia procedía de una rama menor de los señores del lugar, los Condes de Castilleja. Don Alonso llegó acompañado de un niño poco mayor que yo. Era su sobrino Felipe Moreno de Sotomayor, el que hoy es mi marido y padre del hijo que esperamos. El sacerdote dio el pésame a mis padres, pues cuando la tarde anterior llegó a dar la extremaunción a mi abuela nosotros estábamos en el cortijo, y aún no sabíamos nada de la situación en la que se encontraban nuestro parientes. Don Alonso convino que la misa de réquiem sería a las 7 de la tarde cuando el calor estival comenzara a apaciguarse. Mientras los mayores hablaban de sus cosas, mi hermano y yo entablamos amistad con Felipe. Es por ello por lo que don Alonso lo había llevado consigo. Ahí se puede decir que empezó casi todo. A las seis y media de la tarde las campanas de la iglesia comenzaron a doblar. Pronto el féretro de mi abuela abandonó la casa. Lo transportaban a hombros mi padre, tío Alfonso y otros familiares. Momentos más tarde el cortejo fúnebre llegaba a la escalinata de la Parroquia de Santa María del Rosario. En ese preciso momento, cuando franqueábamos las puertas de la iglesia, enmarcadas por dos torres, el reloj del ayuntamiento, situado en el extremo opuesto de la plaza mayor, daba las siete de la tarde.Al salir de la misa, los niños volvimos a casa junto con la tía Esperanza mientras que el resto de la familia se dirigía al cementerio. Recordar aquellos momentos hace que me pregunte y plantee muchas cosas y más en la situación en la que me encuentro, embarazada a los veinte años. Cuando toda la familia paterna, mis tíos y padres, volvió a reunirse en aquella casona, los ajetreos vividos desde la tarde noche del día anterior comenzaron a dejar sus secuelas y pronto estábamos dormidos. A la mañana siguiente, tras abrir el testamento de la abuela, tía Micaela planteó a mis padres la posibilidad de que yo quedase en el pueblo con ella. Ella se encargaría de mí a la vez que yo le haría compañía a ella. Mis padres tras pensarlo mucho, aceptaron en un primer momento, diciendo que al menos durante el verano podía quedarme allí y que luego ya veríamos. Así fue como al quedar en Castilleja de los Condes comenzó mi larga y estrecha relación con la familia de los Moreno de Sotomayor. |
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